A
partir de 2001, el consumo de drogas importadas, como el éxtasis o la
cocaína, dejaba de ser localmente el eje del negocio, porque la caída
del 1 a 1 y la devaluación, multiplicaban las ganancias si se exportaban
esas sustancias a Europa y a otros países. Y aquí tuvieron que buscarle
la vuelta. Ese es el origen del paco, droga armada en base a los desechos de la cocaína, kerosene, solventes, etc.
Primero metieron el paco en las villas, donde también estaban parte de las cocinas, y se la llamó “la droga de los pobres”,
a un peso la dosis. En 2 ó 3 años el paco inundó las calles, y sus
efectos son tan devastadores como las cuantiosas ganancias que genera. Porque lo que empezó siendo “barato”, por lo poco que duran sus efectos, resulta un vicio caro que sólo el delito puede sostener. De inmediato, el paco se alió con el robo y la muerte, de forma directa como ninguna otra sustancia.
En poco tiempo, la
impunidad de los traficantes mayoristas que manejan el negocio,
desparramó esta droga residual sobre las grandes barriadas, de la
Capital y el Gran Buenos Aires hacia todos los centros urbanos del país.
En el medio son muchas las manos que distribuyen y pocos los que ganan; en cada paso la droga genera muchos dividendos y vínculos de complicidades policiales y políticas. El dinero en negro que generan las drogas, forma parte de las políticas de la burguesía.
Gran parte de la
problemática social y la delincuencia se enfoca sobre el paco, en parte
por los efectos acelerados que está produciendo sobre los jóvenes y por
el alto impacto que tienen sus consecuencias. Pero también para sacar
del foco las otras drogas, con sus distintas formas organizativas y
vínculos, que siguen más vigentes que nunca generando negocios
siderales. Cocaína, drogas de diseño, todas tienen su mercado interno y de exportación, y nada se produce sin una larga cadena de complicidades, repartos de ganancias, zonas liberadas y vista gorda.
Hay zonas u horarios
liberados para la delincuencia, y también hay zonas pactadas para que
los pibes se falopeen tirados en la vereda, muriéndose en la puerta de
nuestras casas sin que nadie los asista.
La organización de bandas delictivas para robos está tan vinculada a la droga como a la política burguesa. Esas bandas no son la negación o la “ausencia” del Estado, como analizan algunos. Por el contrario, son la prolongación natural del Estado de los monopolios; actúan allí donde el poder policial libera zonas y la “justicia” y los políticos “no se meten”.
En la cabeza del negocio, enmascarados, están los grandes monopolios químicos
de estos insumos, que saben que gran parte de la producción de los
precursores se destina a la fabricación de drogas. A ellos los que les
importa es vender y ganar, no a quiénes se perjudica y para eso tienen todas las instituciones del Estado a su servicio. Recordemos cómo desde industria farmacéutica, los importadores de efedrina, bancaron la campaña de los Kirchner.
Frente a toda esta inmundicia, las “madres del paco” y las “madres del dolor” dijeron basta, “Nos están matando a los pibes”, y salieron a luchar y a denunciar. Patearon el avispero, y el Estado y los funcionaros de los monopolios quedaron al desnudo: “El Estado no hace nada por nosotros. Nadie camina las villas y los pibes no tienen futuro. Están abandonados”.
Los efectos del paco
son devastadores y cada vez se amplía más la franja de consumidores,
hacia menores de 7 u 8 años, y está creciendo el consumo en mayores de
30 años y sectores medios. De más está decir que no hay
infraestructura para dar la contención humana necesaria. No existen
lugares especiales que garanticen la salud, la recuperación de
adicciones; cientos de profesionales preparados en tema de adicciones y
en atención de grupos de riesgo, son anulados por el poder.
Los padres de los
chicos, muchos de ellos laburantes, no saben qué hacer y nadie los
ayuda. El Estado de los monopolios está en otras cuestiones. Los
funcionarios se llenan la boca con discursos de blabla, pero nada hacen
porque la falopa es funcional a las políticas del poder.
Los vecinos en los
barrios sabemos dónde están las cuevas, quiénes son en cada una de las
cuadras; el pueblo los tiene localizados; como bien lo denunciaron los
curas villeros; alguien pone las armas en la mano de los jóvenes que
salen a delinquir para pagar su adicción y tributar al jefe que los
manda.
El pueblo sabe y lucha por rescatar a los pibes de la calle, y
está construyendo sus herramientas de fondo para atacar y destrozar al
poder que permite y genera todo esto. Lo que queda en evidencia es que
vivimos en un país que es una zona liberada a favor de los monopolios.
Ante la virulencia de
delitos, muchos de ellos realizados por menores, emergen “soluciones”
inmediatistas y desesperadas, impulsadas por sectores reaccionarios, que
pretenden bajar la edad de imputabilidad, aumentar las medidas
represivas, hacer casi “una limpieza étnica”, sin ver de quiénes es
verdaderamente la responsabilidad. Son muchos los interesados que
aprovechan hechos de enorme repercusión y sensibilidad social, para
proponer darle al Estado mayores instrumentos de control y represión,
que tarde o temprano están concebidos contra el pueblo, su movilización y
su organización independiente.
Porque a través de la droga también se disputa el control de las calles. El tema es si las calles las toma el pueblo o si las controla el poder con droga, con miedo y delito. La droga no es sólo un instrumento económico de la política de la burguesía, sino que es un arma de dominación.
Metiendo el consumo de
drogas en distintos ámbitos, desde el ocio y la diversión, a los
deportes; en los estudiantes y hasta en los ámbitos laborales, en los
trabajadores para poder cumplir con los altos niveles de productividad
exigidos, hasta los niveles gerenciales, para poder mantener los niveles
de “competitividad” y “modelo de éxito”.
El Estado de los
monopolios, con sus políticas y negociados, con su modelo de vida
exitista, incentiva la evasión, la distracción y el consumo de todo
tipo. El hambre, la miseria, la falta de futuro, hacen el resto de la
faena. Los jóvenes que se drogan sin rumbo ni destino, son fiel reflejo
del veneno de este sistema, de la desazón de un mundo sin valores ni
escrúpulos donde todo vale, de la inhumanidad en que vivimos. La droga
es la expresión descarnada de la sociedad capitalista, una de las caras de la crueldad del poder que intenta golpear a nuestros jóvenes con la falta de perspectivas y de ilusiones, y con el deterioro constante de la calidad de vida.
La droga es un instrumento del poder, con el que pretenden envenenar las venas solidarias de nuestro pueblo. Ese
es un objetivo político estratégico de los monopolios, buscan destruir
nuestras reservas de moral y dignidad; al imponer la droga, el paco en
el primer plano, no sólo intentan dispersarnos de los problemas de
fondo, sino también mancillarnos con sus efectos devastadores; meternos
la desesperación y la desesperanza.
Que los jóvenes no
tengan proyectos propios, que no se sientan parte de nada, que sientan
que su vida no vale, es parte del “plan social” que incentivan las
políticas de la oligarquía. Instalar el miedo en las calles, proponer medidas
individualistas y defensivas, son manotazos de ahogado, en el marco de
una profunda crisis política cada vez más evidente. Atacar la vida en
comunidad, que la gente se meta para adentro, quebrar la solidaridad de
clase, instalar la desconfianza y el individualismo, es parte esencial
de sus planes; para que no emerja un proyecto liberador. Está claro: no se puede combatir la droga sin luchar contra el poder.
Un plan de emergencia nacional que pare con tanta muerte e impunidad, sólo saldrá de las entrañas de nuestro pueblo. Para
la Revolución este será un tema de la primera hora, rescatar a los
pibes de las calles, poner todos los recursos humanos y materiales para
acoger y recuperar a los jóvenes adictos, para sí, para sus familias y
para la nueva sociedad. La revolución les permitirá recuperar la alegría de la vida.
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